HOY COMEMOS CON PAN BLANDO DE D. QUINTÍN A Dña. LAURI: INDITEX

Un día estaba comiendo en Chistu, como hacía habitualmente con Enrique Villoria para planificar las próximas actuaciones  de la Empresa Municipal Campo de las Naciones, de la que los dos éramos responsables, y se le ocurrió pedir pan negro, una de esas mariconadas que ahora tanto proliferan y que se hacen con tan fundamental elemento alimenticio. Me ofreció también a mí y le dije que no porque conocía su origen desde mi tierna infancia: los salvados.

Y pese a que no era lo habitual aquel día soporte yo el peso de la conversación:

Cuando vivía en mi pueblo, Valoria la Buena, entre los 8 y 11 años, como mis hermanos mayores estaban estudiando en Valladolid me tocaba a mí encargarme de un trabajo habitual en la elaboración del pan.

Por la mañana prontito venia el molinero, el Sr. Ciselio que anunciaba a mi madre: “Cesárea te dejo aquí el saco de harina”.

Rápidamente me levantaba mi madre de la cama con el encargo, de antes de ir a la escuela, llevar al horno el saco de harina: “Lleva el saco a casa de la Teodora que hoy toca hacer el pan”.

Curiosamente la harina molida se envasaba en un saco de arpillera con lo que tenías garantizado que te ponías perdido de polvo Y además pesaba 80 kg o más, un verdadero problema para cargarlo en una destartalada carretilla con una herrumbrosa rueda metálica que chirriaba ruidosamente por las bacheadas calles de mí pueblo.

En el horno era siempre recibido con una cierta algarabía y regocijo por la titular, siempre atenta a gastarme alguna cariñosa regañina. En una artesa de madera sobre la que se colocaban dos tablas hacia correr  el cedazo, provisto de  una rejilla metálica fina, para separar la harina fina del salvado, la cascarilla del gano de trigo, que se utilizaba para dar de comer a los cochinos de la casa.

Llegado a este punto interrumpí mi relato para introducir una anotación a modo de  adenda: El caso del molinero de mi pueblo encajaba perfectamente con la imagen, que no la maldad final, proyectaba la conocida canción castellana típica y que  cantaba el juglar por los pueblos y  que reza aquello de ¡Que polvo tiene el camino, que polvo la carretera, que polvo tiene el molino, que polvo la molinera! Y no por la santa esposa del Sr. Ciselio, pobre Sra. Trini, sino por sus cuatro hijas, una generación más que la mía, que con una moral intachable rivalizaban en esplendor juvenil y belleza, pero que no era extraño que despertaran la libido de más de uno.

Puedo certificar las tres primeras premisas de la canción: los caminos de Carrodueñas o el de los Ingeridos siempre estaban llenos de polvo en verano; la carretera a Cubillas y Población de Cerrato tenia tantos baches que Prudencio el maestro del primero de los pueblos circulaba con su Guzzi mas por la cuneta que por la calzada, teniendo cuidado de que no le atropellara “el ronda”, el coche de línea, que esquivaba con habilidad los baches; y del molino también certificar el polvo por las muchas tertulias con el sucesor del Sr Ciselio, mi amigo Julito.

La cuarta premisa se me escapa: algo podríais decir vosotros, Julio, Paco y Antonio que os casasteis con tres de ellas.

(Tendréis que perdonarme amigos porque lo mío no deja de ser al fin y al cabo más que una licencia poética para adornarme. Pero por si os habéis ofendido por asociaros a una canción un tanto obscena, allí donde estéis esperadme muchos años).

Con mi amigo Julio pase grandes ratos durante muchos años y me enseñó a conducir en el tractor y otras muchas vivencias. A mis amigos Antonio y Paco, cuñados, junto a Paulinin, el carpintero,  les debo agradecer que durante sus vacaciones  veraniegas me buscaran para invitarme todos los días a tomar unos blancos en mi época estudiantil, en que no rascaba una peseta. No soy buen conversador pero acompaño muy bien, especialmente ante unos blancos.

Con mi amigo Antonio Ortega Gaona, que es a quien me refería, fundador de Inditex junto a su esposa Primitiva y a su hermano Amancio,   tuve la fortuna de disfrutar de su compañía en largos paseos camperos en los maravillosos atardeceres de Valoria, cuando ya él sabía que le perseguía incansablemente la maldita Parca.

Y hablábamos de lo divino y de lo humano. Y pude entresacarle algunas de esas vivencias que les había permitido conseguir algo inimaginable: crear una empresa que es objeto de estudio en las mejores universidades del mundo como ejemplo de utilización de una idea original y la aplicación de unas técnicas de fabricación y venta novedosas.

Sí me interesa destacar la importancia que supuso para ellos el hecho de que pudieran aplicar los conocimientos de su mujer aprendidos en la escuela de mi pueblo.

Y hablo de esa educación a las mujeres de aquellos tiempos en que la maestra, en este caso Dña. Lauri, enseñaba todo tipo de prácticas de confección: costura, puntillas, bordado o bolillos y que tenía como primer objetivo la elaboración del ajuar: Como Antonio u su hermano menor Amancio eran representantes de una empresa de prendas femeninas se les ocurrió la idea de comercializar alguna fabricada en casa por su mujer. Prepararon algunos modelos y vieron un resultado positivo, lo que les llevo a comercializar en serie para lo que montaron un pequeño taller en su propia vivienda, que propicio la entrada de la primera mujer de Amancio como especialista en esta técnica de confección.

Y dieron con la tecla: las batas de guatiné por su primera empresa: GOA, de Gaona, Ortega y Antonio y Amancio, que tanto da uno como el otro, iniciales de sus apellidos y nombres al revés.

La bondad y eficacia de aquella enseñanza, a la antigua,  a que siempre hago referencia en el caso de los hombres, tuvo una gran demostración práctica en el caso de la mujer de mi amigo Antonio.

(Un abrazo amiga Loli Ortega Renedo: puedes presumir de haber tenido unos padres ejemplares.  Y para mí, en el caso de tu padre, un inmejorable amigo).

Y es justamente esa enseñanza de los maestros rurales que los políticos de turno nunca entenderán porque no cabe en sus cabezas que alguien, pegado al terreno, preparara a los hombres y mujeres para que se realizen humanamente en el ambiente, generalmente adverso, en que les había tocado vivir. Y menos ahora con el falso feminismo que todo lo invade. Unos políticos que han estudiado desde que echaron el culo en colegios y universidades de lujo, aprobaron una oposición “familiar” o hicieron  (¿) una carrera en tiempo record o realizaron (¿) un master en una universidad que ellos gobernaban. O incluso se buscaron un puesto de trabajo en ellas de forma un tanto rebuscada pasando por grupos D C o B a A. O todo seguido.

En Alemania han descubierto al aprendiz: escuela y fragua o carpintería. Le llaman formación dual. 6% de paro juvenil.

En España Ingeniero de Caminos Canales y Puertos con un Master en Gestión y Dirección de Empresas: 400€ sin seguridad social. Hemos descubierto al Becario. 37% de paro juvenil.

Enhorabuena Sr. Wert: Le llaman el bien pagado, imitando a Dña. Concha.

Tengo la esperanza de que Amancio, ese gran hombre, generoso y agradecido, especialmente con mi pueblo, vuelva a surcar los Siete Mares en su nuevo barco, el Drizzle, rebautizado ahora como Valoria II, para que todos puedan admirar, no solo la belleza de su silueta con el nombre de mi pueblo en la proa, sino para que también proyecte en el agua la estela espiritual y humana que forma parte de la esencia del alma castellana.

Y volviendo a mi relato inicial le seguía contando a mi amigo Enrique mis aventuras del pan de pueblo.

Mi madre cocía el pan utilizando levadura natural que se dejaba de unas masadas a otras, sobre un estante del horno.

Cuando volvía de la escuela mi madre me mandaba a por el pan, teniendo que hacer dos viajes con un costal, curiosamente, de tela dura, al contrario que la harina.

Y siempre ocurría lo mismo: el pan me venía calentado la espalda con la hornada recién cocida y el olfato con el agradable olor que se desprendía del saco. “Madre, hoy comemos con plan blando”. “No hijo que se pega a las tripas”. No era cierto, era una trampa lógica: yo era capaz de comerme un pan de una sentada. Como tampoco se podía pellizcar ni cortar un cuscurrón, reservado siempre a los mayores, que distribuían con su buen saber y entender cada trozo, siempre homogéneos horizontalmente. Y como el pan era de Dios, que no se te ocurriera ponerlo del revés que te podía caer una buena. O lo que es peor irte a la cama sin cenar.

Nunca tuve la suerte de comer pan recién cocido. Siempre mi madre me hacía lo mismo: “Vete en casa de la Sra. Marciana a que te los cambie”. Iba rezando para que no tuviera pan duro. Pero si esto ocurría había que intentarlo con la Melliza. Siempre acababa en casa de la Sra. Antonia. “Voy a ver” decía. Pero siempre tenía: bajábamos por un pasillo al fondo de la casa donde, en la cocina, tenía un arcón, ¡en que oh desgracia la mía! se almacenaban 20 0 30 panes que desprendían un cierto olor a ácido, de 10 0 12 días, y que cambiaba por los cuatro o cinco míos. Y así hasta que los nuestros alcanzaban, mediante cambios, la consistencia y el olor de los de la Sra. Antonia.

Por eso yo no he querido nunca comer “pan de pueblo”.

Acabe el relato, siempre inocente, aseverando a mi amigo que “curiosamente antes los salvados se los dábamos a los cochinos y ahora se lo comen los concejales”. Tengo para mí la impresión que no le gustó mucho, conclusión a la que llegue cuando sus chicas me preguntaron al día siguiente que  le había hecho al jefe que “vino ayer desencajado”.

Y cuando les conté a sus secretarias lo ocurrido tampoco pareció gustarles mucho. Porque curiosamente siempre se termina cogiendo cariño al jefe.

Por cierto: nunca volvió a pedir pan negro delante de mí.

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