EDUCACIÓN, FORJA DE HOMBRES O FRACASO ¡GRACIAS D. QUINTÍN, MAESTRO NACIONAL!

La educación, ese elemento fundamental en la formación del ciudadano de a pie en sus  primeros pasos por la vida, no se ha entendido nunca por nuestros gobernantes desde tiempos históricos. O la han manejado a su gusto. Y siempre por intereses políticos: les viene bien borregos que obedezcan consignas a izquierda o derecha, según quien ostente el poder. Nunca piensan en el hombre, sujeto de un derecho a forjase un personalidad que es suya propia, individual e intransferible.

Para lograrlo se inventan leyes complejas, que nadie entiende ni nadie quiere. En la democracia de locos que nos ha tocado vivir hoy todavía es peor: todos los partidos quieren meter mano, pero nadie quiere pactar y lo que es peor, nadie va a cumplir en sus pequeños reinos de taifas en que se han dividido el terreno, las comunidades autónomas.

Cada parlamentillo regional, provincial o local hace su propia ley de educación de forma que pueden producirse tragedias como las que se ha desencadenado en Cataluña: con la aplicación del ciento cincuenta y cinquillo  se ha sustituido a una pandilla de facinerosos traidores, la jefatura del estadillo de esa región española   siendo asumida por el jefe del gobierno español, en minúsculas, y , curiosamente no está autorizado a permitir, pese a disponer de todos los poderes del estado, a que los padres puedan pedir, no ya que lo puedan hacer, que sus hijos estudien en el idioma común, el español, un derecho fundamental recogido en eso que llaman constitución, y que tan entusiásticamente votaron la mayoría de los españoles.  Yo no. Me sospechaba ya lo peor, como ha ocurrido.

Y ¿por qué no puede hacerlo? Pues resulta que otra pandilla de impresentables, reunidos en un parlamentillo de amigos de esa región, han votado que no, que solo puede hacerse en catalán, gracias a la nunca bien ponderada actuación del amigo Zapatero. (Ya me salió la tirria) Y si se quiere hacer hay de recurrir a un Constitucional, lleno de amigos de unos y otros, para que decida al cabo de dos o tres años  que….bueno, vale.

Lo del PP es más grave: Nombran ministro del ramo a un señor muy listo, cuatro carreras y siete idiomas, que ya demostró siendo concejal del Ayuntamiento de Madrid en la misma corporación que la mía, que lo suyo no es la política. Nunca dio un palo al agua, ni piso por el Ayuntamiento, salvo a los Plenos, ¿qué menos?, ni dijo ni mu. Primero porque rojea, colaborador de El País, y siempre va de independiente. Y eso en un partido como el PP es una locura: si existen comisiones de educación a nivel local, provincial, regional, comunidad y en Génova, ¿piensa alguien que ninguno de sus miembros quiere ser ministro, subsecretario, secretario de estado, director general, subdirector, jefe de servicio, sección, grupo o incluso ordenanza? ¡Para que llegue un independiente a aportar sus potenciales conocimientos en la materia, que no ha ido nunca a una escuela pública  y lo que es peor coloque a sus amigos, posibilitando que se rompa la cadena zoológica del partido! ¡No faltaría más que no esperaran y facilitaran  que se la pegara! ¡Y se la pego!

¿Sabían que se encontró en el ministerio a una secretaria de estado, su segunda en el escalafón,  a la que no conocía de nada? ¡Que manda huevos equipo! Y tan buenas migas hicieron en sus largas reuniones nocturnas de trabajo redactando la nueva ley, que se enamoraron y convencieron a Rajoy para que pudieran disfrutar de su luna de miel y mejores años de matrimonio, en la ciudad del amor, Paris, con un buen sueldo ambos, y casa y  gastos pagos, escoltas y demás gabelas asociadas. Una nimiedad para un amigo independiente.

Y ¿de la ley que? Pues nada. . A esperar a otra ocasión. A él le pusieron a parir, y salió corriendo a su nido de amor. Bastante le importaba a él  ya la jodida ley.

Y me hizo recordar con verdadero cariño mi paso de  dos años en Valoria en la escuela de D. Quintín, un verdadero maestro, que nos inculcaba no solo los conocimientos más elementales para desenvolvernos en el ambiente en que nos esperaba,  sino también la guía para que desarrolláramos nuestra personalidad. No necesite prácticamente estudiar en el bachiller. Pero confió en que todos mis compañeros, en sus profesiones respectivas adquirieran los conocimientos suficientes para ser buenos labradores, carpinteros, herreros, guarnicioneros, administrativos, bachilleres, titulados o cualquier otra profesión en que se vieran obligados a cumplir el castigo divino de trabajar.

Y lógicamente surgen una inmediata comparación con los tiempos actuales:

  • Solo teníamos una ley de enseñanza para todo el mundo que no cambio, vaya faena, en toda mi vida estudiantil. Nos hacían revalidas cada poco tiempo. Y un preuniversitario. Y si no aprobabas, repetías, ¡que putada!
  • Los ríos eran más largos que los de ahora: nacían y desembocaban en donde siempre. Y sabíamos sus afluentes a derecha e izquierda, ligados en muchos casos a “tontunas” como “Arga, Erga y Aragón hacen al Ebro varón”, que no sé muy bien para que lo aprendimos, salvo para cabrearme cuando ocurre cada año lo de siempre, los desbordamientos del Ebro y se anuncia la crecida de los primeros, siempre curiosamente cuando el alcalde de Zaragoza está de vacaciones familiares en Perú o cualquier otro país exótico, a cuenta del erario. Menos mal que tenemos a mano siempre a la brigada Zapatero salvando perros (ya estoy como siempre, es que no puedo remediarlo).
  • Solo nos daban clase en un idioma, no como ahora que tienen la suerte de que las matemáticas sean en español y el 95% restante de las asignaturas en catalán, eusquera, valenciano, mallorquín…
  • Nos aprendíamos las cosas de memorieja, con lo poco educativo que es saberse los reyes godos de un tirón: “Ataúlfo, Sigerico, Walia..” Y los pueblos de cada provincia:

“Valladolid, Peñafiel,

Valoria, Olmedo, Medina,

Rioseco, Nava el Rey,

Villalón y Tordesillas

  • O

“Navalcarnero, Buitrago,

Madrid, Chinchón, Colmenar

Alcalá…”

Ahora como vamos por autopistas todos los pueblos caen siempre “a derechas” y no se sabe cómo son, mientras que entonces los atravesábamos todos por el centro viendo sus iglesias y monumentos lo que nos daba un poco de culturilla.

  • Y nos sabíamos las proposiciones: “a, ante, bajo, cabe, con….”. Con algún latiguillo: “Hasta con h, preposición; asta sin ella ¡cuerno, señor!”.
  • Y no tuvimos la suerte de aprender lo de los conjuntos, encerrar manzanas y peras con circulitos. Solo aprendíamos quebrados, raíces cuadradas e incluso cubicas. Y problemas de mezclas de cebada y trigo, no de café, que entonces no conocíamos: solo se “disfrutaba” de la malta.
  • Y lo del interés simple o compuesto. Con latiguillo: carrete partido por cien.. Y como no existía eso del TAE, que no sé muy bien de que va ni para qué sirve, todo era como más sencillo.
  • Sufríamos los dictados de D. Quintín y la escritura con plumín de varias puntas, con todas las letras de la palabra unidas, sin levantar la pluma: ¡que capitulares hacíamos con plumines hechos a mano de caña de junqueras del arroyo! Dictados que cortaba para preguntar ¿Quién descubrió América? O ¿Quién escribió el Quijote? Que todos contestábamos a voz en grito al unísono: ¡”Criistobaal Cooloon”! o ¡Miigueel dee Ceervantees Saavedraa! Aunque siempre había alguna voz discrepante, que se confundía.
  • Estoy convencido que muchos de mis compañeros de aquellos tiempos ganarían al Trivial a nuestros hijos y nietos, beneficiarios de las sucesivas leyes educativas.
  • ¡Y que regla más dura, que manejaba de maravilla! Recuerdo con mucho cariño el día que se me rompió la punta del lapicero y le pregunte si podía afilarle, como hacíamos todos, con una navajilla purera, que tenía colgada en su mesa. de una escribanía con un cordel. Me autorizo, ¡y que casualidad! se le rompió a él también la punta de su lapicero, pidiéndome la navajilla. Tal como la estaba manejando se la ofrecí, con la punta de la cuchilla por delante. Y ¡ay!, me pidió que extendiera la mano y me arreo un buen reglazo. Sacó punta él y cuando terminó me la devolvió con el mango por delante. Seguí sacando punta a mi lapicero y ¡qué casualidad se le volvió a romper la punta al suyo! Y repetimos la operación: devuelta de la navaja y nuevo reglazo. A la tercera aprendí la lección: no se me ha vuelto a olvidad. ¡Porque no solo de pan vive el hombre ni de dictado el maestro en materia de educación!
  • Y qué decir de la enciclopedia Álvarez, tengo una reedición reciente, un compendio del saber, que tenía un capítulo dedicado a la higiene que los maestros vigilaban por si teníamos roña detrás de las orejas o entre los sabañones de las manos. No le gustaban nada a D. Quintín  las uñas largas, siempre de luto en un ambiente agrícola: reglazo al canto con los dedos en punta, para acordarse de cortarse las uñas.
  • En aquellos tiempos no había llegado aún la penicilina y la gente se moría del célebre cólico miserere y de las heridas: durante años se producían más muertes por las complicaciones que por las balas mismas. Y preventivamente se vigilaba mucho la higiene personal en una población donde no había agua corriente y hacia un frio del demonio en invierno.
  • Menos mal que todo ello se compensaba porque estábamos juntos los de tercera, segunda y primera, de 8 a 14 años y teníamos la oportunidad de aprender un poco de todo: me marche de la escuela a los diez años y no volví a estudiar en todo el bachillerato.
  • Y hacíamos problemas de las cosas que tenían una aplicación en la vida normal. Un día alguien vio pasar a un labrador del pueblo: “D. Quintín, que Tobar se ha comprado una mula nueva” porque todos conocíamos de quien era el ganado. Y en conjunto nos lanzamos hacia los ventanucos discutiendo si la susodicha mula era yeguata o burreña. Y cuando termino de pasar Tobar y su carro, D. Quintín, dirigiéndose a la pizarra planteo un problema: “Si la mula de Tobar…” de forma que todos entendíamos de que se trataba y en algún momento de nuestra vida sabíamos que se nos iba a plantear un problema semejante, fuera quien fuera la madre de la susodicha, que los entendidos sabíamos que era burreña.
  • Y como D. Quintín era un liberal nos permitía levantarnos a calentarnos en la estufa de carbón situada en el centro de la escuela: “Un calentón y fuera” decía.
  • Y como no había fracaso escolar no había psicólogos ni pedagogos, ni asesores escolares. Nuestros padres lo hacían todo a lo bestia. Y lo curioso es que hemos sobrevivido sin traumas.
  • Estaba permitido acusar a algún compañero, pero ojo, el “acusica” podía sufrir los efectos de la regla si no se demostraba toda la verdad. Me gane un reglazo por subir a la torre de la iglesia, pese a mi condición de monaguillo, porque las escaleras del campanario no estaban en buen estado. Y para mi seguridad del futuro…reglazo.
  • Salíamos a mear en el recreo a una pared de la escuela por la que corría un pequeño reguero de agua procedente de una de las fuentes públicas y D. Quintín llevaba muy mal que alguien meara de puntillas. No sé muy bien por qué. Reglazo al puntilloso.
  • Tampoco disfrutábamos de un AMPA, ¡que manda huevos!: no había familias desestructuradas como ahora y los padres eran dos en uno, padre y madre, todo era políticamente incorrecto (¿mira que no incluir  en castellano durante siglos madre en el conjunto padríl?). ¡Cuán confundidos estaban de  Nebrija a Menéndez Pidal, María Moliner o el pobre D. Quintín, hasta la llegada de los progrepijos comunistas a enmendarlos la plana!
  • Las familias confiaban nuestra educación total en el maestro y por tanto casi era mejor que no se enterara mi madre de alguna faena mía o que D. Quintín cantara, porque el palo de la escoba lo sabía funcionar de maravilla, mejor que la regla el maestro. ¡Como para pedir una revisión de un examen! como ahora. O que algún mayor sugiriera a mi madre algún tipo de faena: Los mayores eran y decían siempre la verdad.
  • Quiero recordar que cantábamos algo a la entrada y la salida: había unos carteles a ambos lados de la mesa de D. Quintín, escoltando al caudillo. El cara al sol no debía de ser. Yo juraría que era el montañas nevadas, una canción que resume todo cuanto debe inspirar a un buen español, del color que sea: ir por rutas imperiales caminando hacia Dios; levantar la patria; la poesía; el honor; las montañas nevadas en una tierra con unas parameras escarchadas en invierno o resecas en verano; las banderas al viento; las estrellas, la fe, … ¿Quién no se ha encontrado de joven con la amada recostada a tu lado en una verde pradera bajo un cielo estrellado pensando en un futuro de éxito y promesas cumplidas? Y en agosto pidiendo un deseo al paso de una estrella fugaz. Las estrellas suponen para el poeta algo mágico, inalcanzable pero ilusionante, que pretende que al joven le transporten  a luchar, no solo por lo inmediato, lo material, que de no conseguir le crean un drama interno, sino al infinito, a la gloria del deber cumplido, que junto a la fe en un Dios bondadoso le ilusionen el alma y el espíritu. ¡Anda ya que frase!

De las banderas es mejor no hablar: ahí están puestas en las ventanas colocadas siguiendo instrucciones de un gobierno que no cree en nada, pero que ha utilizado al noble pueblo español en una dinámica increíble: hacer una demostración de un deseo de los españoles de verdad, para los que la bandera representa las más nobles esencias de una Patria, que se muere a manos de  unos políticos caducos, inanes, pactistas, innobles, apátridas y mentirosos. Ahí están las banderas en las ventanas de media España, ajadas por el agua, a la espera de lo que digan los alemanes o los belgas y que se celebre el mundial de futbol. Ni siquiera han utilizado la fuerza que nos transmite a los españoles de verdad la lucha por una España  grande y libre. ¡Anda sin querer me ha salido lo del aguilucho!

Maestros como D. Quintín son un peligro para los poderes públicos: siempre que se produce una revolución a la que estamos tan acostumbrados los españoles al primero que se cargan es al maestro rural. La última diezmaron a la plantilla. La historia siempre hace referencia a los curas, alcaldes, guardias civiles o boticarios, los verdaderos poderes públicos. Pero a estos solo les afecta según el color con que se mire la revolución: unas veces a unos otras a otros.  Pero a los maestros todos: son un peligro público para los poderosos.

¡Gracias D. Quintín!            

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