MADRID, CRISOL DE LAS ESPAÑAS
Cuando escribes un discurso y he hecho algunos, el orador no suele ser muy exigente. Basta con saber el tema de que se trate y el político suele confiar en su negro. No le suele fallar. Pero sobre todo sabe que no le van a escuchar más de tres oyentes:
- Su santa esposa, muy crítica siempre.
- La querida, al contrario siempre efusiva
- Y el negro, que le gusta oírse.
Y cada uno mentalmente va manifestando los sentimientos que le produce el discurso:
- Este hombre mío no se estira ni en la cama. Como siempre frio. Monótono. Se ha vuelto a poner la corbata roja, que no le pega con ese traje. Tengo que recordarle que se corte el pelo. Si no hubiera sido por mi padre no hubiera sido nunca nada.
- Es un fenómeno, ¡que tío, como habla! Y tan guapetón con ese pelo tan moderno. Que bien le sienta la corbata que le ha regalado.
- No hay forma no hace las pausas como le he señalado, ni es capaz de entonar bien. No aprende nunca. ¿Qué les dará para que le vuelvan a elegir? ¡Es un gili!
- Mira como aplaude esa, con ese escote y esa pinta que parece un monigote. Que habrá visto mi marido en ella, si es una vieja y se cree una niña. Y encima luciendo visón en verano. ¿Cuánto habrá pagado mi marido por él? Y a mí me compra un abrigo de zorro, que tenía que ser al contrario, para ella el de zorra, ¡petarda!
- Esta disimulando, pero me mira de reojo. Es una vieja. No me extraña que no funcione con ella como conmigo. Y encima con ese abrigo de peluche. No sabe vestirse. Piensa que su marido se lo debe todo a su padre, cuando es un fenómeno.
- Gracias a que el discurso está bien hilvanado, que si no sería un bodrio, tal como lo lee.
- Al fin y al cabo, con todo lo mal que se viste, es mejor la nuestra que la del ministro, que es una vieja y te mira por encima del hombro. ¿Qué se habrá creído?
- En esta nueva etapa viajaremos más y podrá cómprame el collar de esmeraldas que me ha prometido y que tanto me gusta.
- El próximo discurso se lo va a escribir Rita la cantaora.
El resto de asistentes están a lo suyo: a conspirar. Y esperando a que abran el buffet. A ver si esta vez, piensan, es mejor que la última vez, que fue un desastre.
A nadie le importa lo que diga o deje de decir el orador de turno, ¡si todo el mundo sabe quién lo ha hecho!
La única premisa que impone el político de turno a su negro es: ¡Ponme eso de Madrid, crisol de las Españas, que siempre queda bien!
Y es verdad que Madrid lo es: Aquí nadie se siente forastero. Se integra a todo el mundo, venga de donde venga, incluso catalanes que suelen pasearse orgullosos, por joder, con la camiseta del “barsa” sin que nadie se moleste.
Madrid es una ciudad de aluvión. Cuando Franco hizo su pregonada reforma agraria que consistió básicamente en mandarnos fuera de los pueblos a todos los que sobrábamos por una razón bien sencilla: con cien cargas de trigo que recogía mi abuelo mal podían vivir ellos y siete hijos. Así que fuera. A las vascongadas la mitad, Vizcaya y Guipúzcoa especialmente, y el resto a Madrid.
Desde entonces todos los políticos siempre tienen en sus programas dos propuestas: una reforma agraria y un polígono industrial en ¡el campo de Gibraltar! No te jode. La ministra de Agricultura, que para más inri es de Valladolid, siempre tiene un trasvase (¿¿¿) que pactar con los socialistas a los que les encanta volarlos. ¡Si al menos tuviera una reforma agraria que llevarse al programa! Pero no, ella a lo suyo.
En el norte se integraron rápidamente: son fácilmente reconocidos los García, Pérez y Martínez por quemar autobuses y contenedores y romper escaparates. Los autóctonos se inventaron una formula integradora perfecta. La llaman la caleborroca o algo así.
En Madrid también nos integramos rápidamente: esta es una ciudad cosmopolitita y aunque los nativos presumen, con engolamiento, de ser de Lavapiés o Chamberí, eso no sirve para nada. Tal es así que lo que vale es ser de fuera. En el caso de Tierno siempre presumió de ser de Cuenca o Soria, pero lo cierto es que era madrileño de pura cepa. Pero no hubiera llegado a ser alcalde de Madrid, quizás el peor después de la Carmena, si hubiera contado la verdad. ¡Desgracia la nuestra!
La facilidad de Madrid de integrar a todos los forasteros se debe quizás al clima, a la contaminación y al tráfico. O quizás a todo junto.
No tiene explicación razonable que miles de madrileños, nativos o de adopción, todos, disfruten todos los días laborales de un atasco en la M30 de dos horas por la mañana, al ir al trabajo, y una por la tarde, de vuelta, sino es por ese cosmopolitismo de Madrid. Unos atascos de estas características unen mucho. La gente hace amigos, se saludan unos a otros cambiando de calzada sin dar intermitentes, se hacen pequeñas putadas pero con alegría, con la satisfacción del deber cumplido. Y por las características que imprime el ambiente madrileño nadie dice nada durante años y años. Tampoco serviría para nada con los políticos municipales, que curiosamente, especialmente los actuales son enemigos declarados del coche privado, no del coche oficial.
Tierno en su plan urbanístico del 85, encargado de realizar curiosamente al marido de la actual alcaldesa, estaba obsesionado por cerrar Madrid, que ese fue su lema, que escondía la persecución del coche privado. La de la actual es más simple: que no, que hay que prohibir el coche privado sí o sí. El nuestro. Lo disimula con lo de la contaminación o lo de los coches de gasoil, que ya es desgracia la mía, ahora que es el primer coche que tengo con este combustible.
Y lo curioso es que todos los que sufrimos los atascos sabemos la solución. No hace falta ser un experto: nos subimos Vd., yo y un amigo común en un coche y vamos apuntando. Un semáforo a diez metros de la primera salida, una urbanización más allá con una rotonda, una zona industrial sin aparcamientos, un centro comercial y de ocio acullá, y así. Los técnicos municipales son capaces de realizar los proyectos necesarios para solucionar lo que nosotros tres les propongamos. Seguro. Llevan años haciendo lo contrario a petición del político de turno. A ello lo mismo les da blanco que negro.
Ruiz Gallardón consiguió, con buena intención, que los automovilistas no se mojaran en invierno ni sufrieran los rigores del verano, circulando por un túnel durante unos cuantos kilómetros. Bueno circulando, que digo, atascados. Pero al menos la Operación Río es espectacular, casi tanto como la deuda que nos dejó.
Lo de la contaminación de Madrid es mucho más serio a día de hoy: prepárate para no sacar el coche un día sí y otro no. Y en las condiciones más favorables circular a 70 Km/h hoy, mañana a 50. ¡Ya les gustaría a los que se dirigen al norte por la mañana y al sur por la tarde circular no ya 70, ni a 50, a 30 y se darían con un canto en los dientes!
Una media de tres horas diarias, cinco días a la semana y cincuenta semanas y echen cuentas. Figúrese si Madrid no tiene capacidad de adaptación. Y sin rechistar, que ya es.
De la contaminación es mejor no hablar: llevo cerca de sesenta años en Madrid y me pasa lo que contaba Wenceslao Fernández Flores de un crupier del casino de Madrid en los años veinte del pasado siglo. Entonces los casinos, no como ahora, cerraban los Viernes Santos. Unas semanas antes los compañeros estaban ilusionados en preparar una excursión a El Escorial para ese día. Este se defendió todo lo que pudo pero no pudo negarse a sus compañeros. Y cuenta el autor como iba bajando con no muy buen cuerpo hacia la estación de Príncipe Pio. Se montó en el tren y cuando llegaban a Las Rozas ya no sentía ni las piernas. Nada más bajar en El escorial, zas, se cayó en el arcén.
Y como se hace siempre en estos casos, los viajeros decían ¡apartaros que le dé el aire! Y el pobre crupier cada vez se sentía peor, hasta que un compañero entendió perfectamente lo que le pasaba: no podía soportar un aire tan puro, sus pulmones no estaban preparados. Le quito a un compañero un puro habano de la chaqueta, lo encendió y pidió a la gente que se arremolinaran. Y echándole el humo en la cara empezó a sentirse mejor y en el mismo tren, ahora de vuelta y con el humo del puro, empezó a mejorarse y cuando llego a Las Rozas ya conocía y en Príncipe Pio, estaba casi perfectamente recuperado. Y contento se encamino al centro de Madrid a disfrutar del ambiente madrileño.
A mí me pasa lo mismo. Casi no voy ya a mi pueblo. Recuerdo perfectamente no sin cierta nostalgia las escarchas y los fríos aires de la estepa castellana. Pero.. lo siento. Mis pulmones seguro que, a pesar mío, no son capaces de sopórtalo. Estoy casi tan integrado en Madrid como los que se vieron obligados a emigrar al País Vasco.
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