LOS CUENTOS DE MI TIO – EL HOMBRE QUE QUERIA MORIR POR AMOR

A mediados de los años cincuenta del pasado siglo vivíamos dos familias de ocho miembros en un piso de sesenta metros en Valladolid. Eran años muy difíciles para todos, pero lo es mas si tienes que convivir con otra familia y no tienes ni agua corriente ni inodoro debiendo bajar a la planta baja en que una especie de letrina, un agujero en una tabla, en la que todos no acertaban a coincidir dadas las dificultades del cubículo y la lógica suciedad acumulada que obligaba a hacer tus necesidades en posturas ciertamente gimnasticas.

A ello añadir la falta de calefacción que se suplía con un brasero bajo la mínima masa camilla cuyos puestos importantes se reservaban para las mujeres haciendo costura y alternándose el resto de los familiares en los puestos restantes de la mesa.

¿Y que hacen unos niños después de hacer los deberes en un ambiente como el frio que se sufría en aquellos años en la estepa castellana cuando anochece a las seis de la tarde si no teníamos ni tables, ni televisión ni radio ni cuentos, nada de nada con que entretenernos?

Gracias a Dios teníamos a nuestro tío Esteban, un santo varón hecho a si mismo. Huérfano de padre y madre desde niño había pasado por diversos oficios hasta que, con los estudios mínimos, apareció por Valoría empleándose en la herrería donde con su inventiva y saber hacer se gano la confianza de mis abuelos que le permitieron casarse con una tía mía y emplearse en la fábrica de carburadores de Valladolid y hacer sus chapuzas en casa.

Mas listo que el hambre sabia perfectamente como convivir en un mundo tan difícil como el que nos toco vivir en aquellos tiempos. Se contaba que en la mesa en que se juntaba la familia y empleados de la herrería para las comidas principales pronto descubrió que la abuela pasaba tanta sed como el, que se satisfacía dando tientos al porrón de vino con una cierta moderación Para no llamar la atención cada ved que el lo hacia se lo entregaba a la abuela: “Toma Salustiana”, que era lógicamente correspondido por ella cada vez que bebía: “Toma Esteban”,

Y hacia divertir a la familia con ocurrencia de todo tipo: Se pasaron varios días ensayando como entrar a su cuñada pequeña, una niña, colgada a sus espaldas y cubierta con una capa a una comedia que se representaba por actores del pueblo en el teatro que existía en un corral detrás de la panadería de Acebes.

De vez en cuando cantábamos una canción muy ecologista:

“Si la mora se estuviera quietecita en su lugar no iría la mosca para haberla de hacer mal.

La mosca la mora…

Si la mosca se estuviera quietecita en su lugar no iría la araña para haberla de hacer mal.

La araña a la mosca, la mora…

Si la araña se estuviera quietecita en su lugar no iría el ratón para verla de hacer mal.

El ratón a la araña, la araña a la mosca, la mosca a la mora…

Si el ratón se estuviera quietecita en su lugar no iría el gato para verle de hacer mal.

El gato al ratón, el ratón a la araña, la araña a la mosca, la mosca a la mora…

Si el gato se estuviera quietecito en su lugar no iría el perro para verle de hacer mal.

El perro al gato, el gato el ratón, el ratón a la araña, la araña a la mosca, la mosca a la mora…

Si el perro se estuviera quietecito en su lugar no iría el lobo para verle de hacer mal.

El lobo al perro, el perro al gato, el gato el ratón, el ratón a la araña, la araña a la mosca, la mosca a la mora…

Si el lobo se estuviera quietecito en su lugar no iría el hombre para verle de hacer mal.

El hombre al lobo, el lobo al perro, el perro al gato, el gato el ratón, el ratón a la araña, la araña a la mosca, la mosca a la mora…

Si el hombre se estuviera quietecito en su lugar no iría la muerte para verle de hacer m

La muerte al hombre, el hombre al lobo, el lobo al perro, el perro al gato, el gato el ratón, el ratón a la araña, la araña a la mosca, la mosca a la mora…”

Con un humor a prueba de bombas mi tío nos tomaba el pelo explicándonos, por ejemplo, la regla ortográfica sombre la m antes de la p y la b y así escribía MPedro y mbien. O contándonos todos los días un cuento diferente para entretenernos.

O nos cantaba propuestas populares: Hasta con H, proposición, asta sin H, cuerno señor.

En ellos siempre hacía referencia a personajes de mi pueblo de forma que bien por los apodos o por sus vicios y costumbre nos permitiera reconocerlos.

Uno de estos cuentos se lo voy a relatar, pero para evitar que sus parientes pudieran asociarlos les he cambiado todos manteniendo la trama. En consecuencia, todos los personajes que aparecen en el cuento son ficticios y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

Si lo nuestro en Valladolid era difícil no lo era menos lo que padecían los habitantes de mi pueblo.

Nuestro personaje era un pobre jornalero que vivía en mi pueblo allá por los años cincuenta. Eran años del hambre, de la miseria, en que los pobres trabajadores se quitaban la comida de la boca para dársela a sus hijos. Para ellos eran un verdadero milagro la llegada del verano en que se contrataban por tres meses a un salario cerrado más alto que el normal. Y sobre todo para ellos era que tenían derecho a comida y bebida por cuenta del amo. A pesar de trabajar muy duro más de diez y ocho horas diarias engordaban ya que era norma no escatimar comida, pan sobre todo y vino ya que el menú siempre era el mismo: sopas de ajo para desayunar, fruta del tiempo a media mañana, cocido a mediodía, nueva ración de fruta media tarde y patatas guisadas con pollo, huevos o bacalao por la noche.

Segar, acarrear la mies en dos turnos desde las tres o cuatro de la mañana, extender la trilla, tornarla, trillar, recoger, aparvar, beldar y acribar dándole a la zanca, retirar la paja y llevar el cereal a la panera eran funcione duras, pero el esfuerzo bien merecía la pena, especialmente por la comida y no tanto por el salario, que también.

Juan, nuestro hombre, era hijo del cachicán de uno de los más ricos del pueblo y se había criado en la misma casa que el propietario, un anexo que le permitía compartir los mismos espacios de forma que el capataz pudiera atender a los animales de la casa, gallinas, ovejas, mulas y el caballo del jefe. Y de paso realizar la familia otras tareas de la casa.

De la misma edad que Juan era María Asunción, la hija del rico prohombre. La cercanía les permitió compartir, desde niños juegos, risas y llantos, creando en ellos un vínculo importante.

La madre de Juan fue nodriza de María Asunción, a la que amamanto por problemas de su madre lo que aumento aún más ese vínculo.

Cuando se hicieron mayores, después de la escuela, el empezó a trabajar en la casa común como jornalero y a ella la enviaron a estudiar de interna a las Teresianas de Valladolid.

Nunca se rompió el vínculo de confianza que se había creado desde niños ya que durante los periodos de vacaciones o festivos en que ella volvía al pueblo se volvían a manifestar las mismas relaciones que se habían producido desde niños.

Es cierto que ella procuraba mantener una cierta distancia no sabemos si a iniciativa suya o de sus padres. Pero lo cierto es que siempre recurrían a él en momentos concretos. “Juanito vete a buscar a la niña con el paraguas que está lloviendo” o “Juanito engancha la tartana para ir a buscar a la niña a la estación” Ella siempre se colgaba cariñosamente de su brazo o se recostaba a su lado en la tartana.

En él se destapo un amor que siempre creyó imposible, lo que le creo un carácter muy introvertido. En el baile de Gaona siempre ella le reservaba un baile en que procuraba, sin decir prácticamente palabra alejarse lo más posible de la zona de donde se colgaban los abrigos y que era reservada para los mayores, especialmente las madres de los bailarines. En este baile ella procuraba mostrarse lo más cariñosa posible arrimando suavemente su cuerpo contra el de él. Un baile nada más.

Él se pasaba la mayor parte del tiempo charlando con el Sr. Morales, (inmortalizado por Gabino Gaona, el valoriano más conocido en un cuadro impresionante) siempre apoyado en su inseparable cachaba, el vigilante de la entrada, o con Teodoro en la barra. Le gustaba también pasar un buen rato charlando con las vendedoras de pipas y caramelos, las Sras. Carmen y Marina, que desafiando el relente de la tarde noche de la estepa castellana esperaban a los clientes y le infundían ánimos en su pesar de amores. (Mi abuela Marina es de esos personajes que se merecen un hueco en nuestra historia. Viuda muy joven se las tuvo que ingeniar para criar a mi padre mientras ella trasladaba piedras, con un burro, desde la cantera a la carretera cuando trazaron el puente sobre el Pisuerga. Llenaba las esteras del burro y las descardaba en el tajo que la iban indicando mientras mi padre, un niño, iba subido en el burro o pasaba temporadas en el monte con sus abuelos que se dedicaban a hacer carbón de encina. No pudo ir a la escuela, pero nadie la engañaba con las cuentas cuando ya mayor vendía frutas y verduras de la huerta que se había ganado con gran esfuerzo personal. Regia mujer castellana, curtida por el aire no dejo de trabajar nunca. Recuerdo con gran cariño su casa que por la noche se iluminaba con una sola bombilla situada al borde de una ventana interior entre la cocina y el cuarto de estar y que se subía al dormitorio por un agujero cuando ellos subían a dormir y que automáticamente se encendía al caer la noche. Y tampoco dos personajes importantes en nuestras vidas: mi abuelo Emeterio, con el que se caso nuevamente y que siempre se comporto con nosotros como un verdadero abuelo y que era capaz de doblegar la dureza de carácter de mi abuela. Y no puedo olvidar a mi tío Julio cabeza de una estirpe familiar que ha marcado carácter en mi pueblo. Hombre de carácter amable escondía una hombría de bien típica castellana y buen hacer aconsejándonos siempre sobre cualquier problema que se presentaba. Y sobre todo su honradez y defensa de sus jefes y amigos, que demostró valientemente durante la guerra civil. Que siendo enlace ciclista fue detenido en Madrid y demostró con el capitán de su compañía saliendo en su defensa a riesgo de su vida cuando su movilización fue obligatoria cuando estaba casado y con hijos.

De mi abuela recuerdo con cariño la moneda de dos cincuenta que me daba cada vez que íbamos a verla, a mis hermanos mayores un duro, y la rosquilla bañada en Semana Santa)      

En algún momento sustituía puntualmente a Basilio, el operador del pianillo situado en un pequeño estrado en el lateral izquierdo del local. En ese momento él ponía el pasodoble “Te quiero” que se había convertido en un himno de amor entre ellos.

Durante las procesiones del Corpus y de la Octava el siempre llevaba las andas de San Cayetano, quizás el más pesado de todos los santos de la iglesia, a sabiendas de que ese era el nombre del abuelo de su amor. Unas procesiones amenizadas con la dulzaina y el tamboril de los Señores Félix y Florián. La procesión la organizaba perfectamente D. Manuel, el cura, siempre con el apoyo del Ayuntamiento, quien promulgaba un bando para adornar los balcones con la bandera de España. El alcalde, D. Gerardo Nieto, procesionaba detrás del palio que cubría la custodia con el Santísimo. Le acompañaba D. Ansobino, el padre de D. Macario, el cura de Cubillas de Cerrato, el más rápido en decir la misa, no tardaba más de diez minutos. El monaguillo se perdía con la campanilla, no sabía si tocarla antes del credo o después del evangelio. Solo le oía decir: “In illo tempore dixit Iesus discipulis suis” y ya estaba en la consagración. Eso sí era un tipo muy generoso: dos reales, la moneda del agujero en el centro para el monaguillo. Y les dejaba los recortes de las obleas de hacer hostias, que repartían con su sobrino Julito o no le importaba que le pegaran un meneo al Lagrima Cristi que guardaba en una alacena de la sacristía.

Mientras el alguacil Teodoro Aragón disparaba incansables cohetes para anunciar el paso de la procesión. Siempre cerca D, Santiago Hidalgo secretario del Ayuntamiento.

Cerraba el cortejo D. Basilio Villacañas, Registrador; D. Francisco Gracia, Notario; D. Teodomiro Blanco, Juez de Paz  y futuro alcalde; D. Orestes Sanz, secretario del Juzgado; Dña. Lauri, D. Quintín y D. Ángel, Maestros; D. Isidoro, médico; D. Julio Becerril, veterinario y también futuro alcalde; el sargento de la Guardia Civil Sr. Vázquez, comandante del puesto; el Presidente de la Hermandad de Labradores D. Sinforoso Torres; el funcionario del Servicio Nacional del Trigo y Jefe de Panera Sr. Caño; el recaudador de impuestos Sr. Moro: el Sr Varela, capitán del Ejército del Aire y D. Ángel Villar, Magistrado del Tribunal Supremo.

Al pasar por delante de la casa de D. Juan González y posteriormente de su hijo Tadeo, siempre se encendían dos bengalas de colores.

(A estos personajes se les debe un cariñoso recuerdo por su aportación al pueblo de Valoría. Solo tres tienen una calle dedicada, uno de ellos muy merecida por su valiosa colaboración en innumerables tareas como funcionario público y haber llevado el nombre de nuestro pueblo por todo el país en un momento histórico muy difícil y otro por haber ostentado la alcaldía de Valoría y haber realizado una importante labor en mejorar la salubridad del agua entre otras muchas de mejora de la vivienda.)    

Por las noches de determinados días lo mozos del pueblo rondaban a sus novias o pretendidas. El siempre llevaba la voz cantante en la ventana de su amada.

Los mozos se escondían a la sobra de unos coquillos de luz que desprendían unas tristes bobillas situadas a una distancia prudencial ya que por aquel entonces el servicio eléctrico lo proporcionaba por un lado un alternador situado en el Molino de Galleta abastecido por un pequeño reten de agua del arroyo Maderazo en su desembocadura en el Pisuerga, y de otro Arsenio León desde Dueñas.

Es cierto que, para moverse en la oscuridad de la noche, especialmente en los corrales se utilizaban faroles con velas que siempre terminaba reparando el Sr. Alfredo, que también era juez de peso de la uva durante la vendimia.

La vida le dio una vuelta cuando fue llamado a filas y desgraciadamente le toco África, diez y ocho meses que se convirtieron en veinticuatro por el problema que produjo la guerra de Ifni. Dos años sin volver a casa en aquellos tiempos tan difíciles para todos, aunque es bien cierto que el ejercicio y la comida le permitió incluso crecer un palmo en estatura. Todos los días escribía una carta a su amada que nunca envió al correo. Era tal mu melancolía que en la ultimas navidades pidió hacer guardia para no asistir al espectáculo protagonizado por Gila y Carmen Sevilla.

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